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lunes, 2 de diciembre de 2013

España no aguanta más y los españoles, tampoco




Durante los últimos siete años he seguido la deriva de la política en España, de partidos y partidarios, de todos los partidos que conforman el elenco representativo español en las instituciones públicas. Ha sido una tarea cotidiana que he añadido a las que me corresponden como ciudadano de este país que paga sus impuestos y recibe a cambio una pequeña parte de lo que procura, porque lo demás se queda por el camino en la cuenta de algún sinvergüenza.


Durante estos largos años, he constatado que la política en este país no es otra cosa que una forma acabada y singular de estafar a los ciudadanos con falsas promesas, demagogia, y propaganda, con el único objetivo de crear una casta de impresentables que viven en el privilegio inmerecido, algo que han logrado, con la inestimable contribución de la justicia española que les ha servido de cómplice, lo que les ha permitido convertir este país en una casa de putas en la que ejercen su proxenetismo, de forma inmune e impune.


Para alcanzar su propósito, no han dudado en hundir la economía de este país con despilfarros, robos y miserias, insoportables para cualquiera que no pertenezca a la casta, pero asumidas por todos los que pertenecen como una condición de pertenencia: su complicidad en todo lo que ocurre. Ni les ha impedido dejar en el paro y al borde de la supervivencia a millones de españoles. Ni cargarse todo lo que haya sido necesario para imponer su despotismo.


En nombre de la democracia, y a su pesar, hemos ido comprobando que no hay nadie que se salve de la quema, en todas las organizaciones de representación pública hay motivos suficientes para encerrar en la cárcel a sus ejecutivas de inmediato. Sin embargo, no ocurre nada, porque el poder está en sus manos, exclusivamente en sus manos, ellos han nombrado al policía que debería detenerlos y al juez que debería juzgarlos –con honrosas excepciones-, también han comprado a los medios de comunicación que deberían denunciarlos –con honrosas excepciones- y por supuesto, se han encargado de ocupar también los espacios de protesta, para dirigir estas según les convenga, los de opinión pública en la red con sicarios a sueldo para que confundan a la gente, y por si fuera poco, ahora están creando leyes inconstitucionales para acotar más su poder de cualquier protesta, que no fuera controlada por los de siempre.


En estas circunstancias la única solución pasa por el abandono definitivo de toda confianza en los representantes públicos que utilizan el poder conferido por los ciudadanos en su propio beneficio, como ocurrió recientemente cuando en una manifestación de estudiantes de Madrid contra la LOMCE, los estudiantes se volvieron contra los organizadores políticos y sindicales del acto de protesta.


Sólo nos puede salvar de la opresión infame que se avecina el sentido común, pero no como una mínima expresión de racionalidad compartida, sino como agregado de voluntades en unión contra los adversarios que detentan el poder, la unión libre del pueblo español, sin manipulaciones de nadie, sin partidos políticos que dirijan la protesta para defender sus propios intereses contra sus adversarios políticos, que dejemos de ser carne de cañón de todos ellos. Al fin y al cabo, ellos son sólo un 1 % que ejercen la tiranía contra el 99 % restante, sin cumplir la Constitución, ni las leyes, ni siquiera las mínimas normas de convivencia.


Hasta que los españoles, en ejercicio de nuestra soberanía, no nos demos cuenta de que debemos abandonar la representación política que nos convierte en ganado electoral para volver a ser ciudadanos que exijan respeto a quienes les representan, contra sus propios intereses y necesidades, no habrá nada que hacer. 

La batalla que está por venir está definida, los condenados a obedecer y a callar, contra aquellos que les mandan por la Gracia de Dios, o sus antípodas, el motivo al igual que la ideología, es lo que menos importa, porque no hay motivo, ni ideología que permita asumir este régimen de corrupción como una democracia.


Enrique Suárez

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